septiembre 28, 2025

Ayer, mientras el América celebraba su victoria con un resonante 4-1 sobre los Tigres, en los hogares de muchas familias mexicanas, otro juego estaba en pleno apogeo: uno marcado por el miedo, la intimidación y la agresión. Un estudio del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) arroja una realidad cruda y desgarradora: durante esos encuentros deportivos, la violencia familiar se dispara.

¿Cómo es posible que un partido de fútbol desencadene tal caos tras sus brillantes momentos en el campo? Las estadísticas son claras: un aumento alarmante del 23.7% en las denuncias de amenazas hacia las mujeres y un aterrador incremento del 25.9% en las denuncias por lesiones cuando los equipos juegan en sus ciudades. ¿La razón? Dos factores que reflejan la fragilidad de nuestra sociedad.

El primero, el consumo de alcohol, actúa como un combustible para la agresión. ¿Acaso la emoción por el fútbol se traduce en un permiso para embriagarse y desatar la violencia en casa? Datos del BID muestran cómo días con partidos tempranos, por ejemplo en Inglaterra, se asocian con más casos de violencia, sugiriendo que el alcohol puede ser un catalizador peligroso en manos de agresores. Situación similar en México, lo que refleja que no es un caso aislado de un país en particular.

La segunda razón es más compleja y perturbadora: los viejos patrones de masculinidad. Estos modelos anticuados de lo que significa ser hombre alimentan la confusión entre el manejo de las emociones y la explosión de la ira. La masculinidad hegemónica se enreda en conductas violentas, donde el control se mezcla peligrosamente con la agresividad. Las estadísticas de la Organización Mundial de la Salud revelan una realidad alarmante: una de cada tres mujeres en el mundo ha sufrido violencia física o sexual por parte de su pareja.

México, al igual que otros países de la región, cae presa de esta relación macabra entre fútbol y violencia familiar. No es exclusivo de un país o una cultura; es un problema arraigado en la toxicidad de ciertos valores y comportamientos.

Los mundiales de fútbol también desatan este infierno en los hogares. Colombia experimentó un aumento del 25% en las denuncias de violencia doméstica durante los días de los partidos de la selección nacional en la clasificación del último mundial, al cual no pudo clasificar. México, tristemente, no está exento de estas cifras alarmantes.

Es hora de enfrentar esta realidad incómoda y desgarradora. No podemos permitir que la emoción por el deporte se convierta en la excusa para el maltrato y la violencia. Necesitamos redefinir la masculinidad, fomentar la responsabilidad individual y colectiva, y desafiar estos patrones tóxicos que socavan la integridad de nuestras familias.

El fútbol no debe ser un catalizador para el terror en los hogares, sino una fuente de unidad y pasión que trascienda las fronteras de lo deportivo. No podemos seguir permitiendo que los gritos de gol se mezclen con los gritos de angustia en nuestras casas.

Es momento de marcar un gol decisivo contra esta violencia arraigada. No es solo el juego en el campo lo que está en juego, sino la seguridad y la dignidad en nuestros hogares.

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