
Paso En Falso
En Quintana Roo, la frontera entre la naturaleza y la civilización es cada vez más delgada. Lo vemos en el cocodrilo que, una y otra vez, trata de volver a su hogar en Malecón Tajamar, un sitio que alguna vez fue suyo. Lo sentimos en cada ladrido de los perros abandonados o maltratados, en cada espacio donde un delfín salta para entretener a turistas. Somos invasores, pero actuamos como dueños, apropiándonos de lo que la selva cuidaba antes de que llegáramos con nuestras construcciones y boletos de espectáculo.
La reciente suspensión del delfinario en el Hotel Barceló Riviera Maya es solo una pequeña victoria en un océano de indiferencia. No hay plan de manejo que justifique el sufrimiento de un delfín golpeándose contra el concreto o la muerte de ejemplares como Alex y Plata. ¿Cuántas vidas se han perdido en esta industria del entretenimiento acuático? Quintana Roo alberga más de la mitad de los delfinarios del país y, con ellos, carga también la responsabilidad de decidir si quiere ser un paraíso de respeto o de explotación.
El problema no es solo el encierro, sino la normalización del abuso. Un delfín en un estanque clorado es tan ajeno a su esencia como un jaguar convertido en foto turística o un mono atado en la zona hotelera. Y sin embargo, seguimos justificando el cautiverio con palabras bonitas: “conservación”, “experiencia interactiva”, “educación ambiental”. No hay nada educativo en arrancarle la libertad a un ser vivo para que aprenda a saludar con la aleta.
Pero la naturaleza insiste en recordarnos que sigue aquí, resistiendo. El cocodrilo en Tajamar regresa porque su instinto le dice que ese es su hogar. Los perros que merodean las calles buscan el cariño que no encontraron en una familia. Los delfines, incluso tras generaciones en cautiverio, siguen siendo salvajes en su esencia. Quizá sea momento de preguntarnos si nosotros, como sociedad, tenemos algo de esa esencia o si nos convertimos en los verdaderos animales de jaula.