septiembre 29, 2025

Redacción / Quintana Roo Ahora

Jalisco.- Luis nunca imaginó que su búsqueda de empleo lo llevaría a un infierno del que apenas logró escapar. Hace más de dos años, mientras buscaba trabajo en redes sociales, se topó con una oferta que parecía demasiado buena para ser verdad: “Monitor de seguridad o guardia de seguridad”. Sin sospechar lo que se escondía detrás, Luis siguió el proceso de reclutamiento que lo llevó a ser parte del Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG). Cuatro meses atrás, Luis decidió contar su historia, un relato que describe con crudeza lo que él llama “La Escuelita del Terror”.

Todo comenzó cuando Luis, desempleado y desesperado por encontrar un ingreso, vio una publicación en Facebook. “Era una oferta de trabajo como guardia de seguridad. Saqué el número de contacto y me comuniqué con quien decía ser de recursos humanos. Me citaron para una entrevista en Guadalajara”, recuerda. Lo que parecía un proceso normal de contratación —examen médico, revisión de documentos— pronto comenzó a mostrar señales de que algo no cuadraba. “Me revisaron la espalda, la vista, cosas que no entendía para un trabajo de seguridad. Pero en ese momento no le di importancia”.

La primera alerta llegó cuando le informaron que la capacitación sería en Puerto Vallarta. “Me dijeron que era foránea, pero yo solo quería trabajar. No tenía dinero, necesitaba algo urgente”, relata Luis. El día de la salida, lo recogieron en un vehículo y lo llevaron a un punto de reunión en Aviación y Vallarta, en Guadalajara. Ahí, junto a otras personas, subió a una camioneta Splinter. “Había alrededor de 10 a 15 personas. Todos íbamos con la esperanza de un empleo”.

El viaje fue largo. Pararon a comer, les compraron cigarros y refrescos, y continuaron el trayecto. Al llegar a Puerto Vallarta, los trasladaron a otra camioneta. Fue entonces cuando la realidad se impuso. “Nos bajaron en una casa de campo. Ahí nos dijeron la verdad: no íbamos a trabajar para una empresa de seguridad, sino para el CJNG”. Luis recuerda el momento en que les ordenaron entregar sus celulares y tarjetas de crédito. “Destruyeron todo. Nos dijeron que nadie se iba a ir, que si intentábamos escapar, nos matarían”.

Separaron a Luis de los demás y lo subieron a un vehículo con dos mujeres, una flaca y una gorda. “A la flaca la bajaron en otro lugar. Nos llevaron a una casa de Infonavit, toda fea, con láminas y cercas de alambre. Ahí nos presentaron a la comandante, una mujer estricta que nos interrogó”. Luis fue sometido a una revisión humillante. “Nos revisaron hasta el culo. Nos dijeron que no teníamos derecho a nada: ni a comida, ni a agua, ni a un celular. Todo era bajo su autorización”.

La vida en la casa era una rutina de terror. “Nos levantaban temprano, hacíamos ejercicio, limpiábamos y estudiábamos códigos. Nos enseñaban a manejar armas, a seguir órdenes. Todo era disciplina extrema”. Luis recuerda que, en una ocasión, dejó un pedazo de pollo en su plato. La comandante lo regañó: “¿Crees que esto es un hotel? Te comes todo, no desperdicias nada”. La comida era escasa y de mala calidad: sardinas, maruchan, huevo con cebolla. “Tenías que comer rápido, no podías dejar nada”.

Los días se volvieron una tortura mental. “Soñaba que estaba en mi casa, con mi mamá. Despertaba y me daba cuenta de que seguía en ese infierno. Pensaba en mi familia, en lo que había hecho mal para merecer eso”. Luis confiesa que, en algún momento, llegó a creer que se lo merecía. “Estaba consciente de que tal vez la vida me estaba cobrando algo”.

La casa estaba llena de señales de violencia. “Había unos ganchos en la pared, como los que usan en las carnicerías. Nos dijeron que ahí colgaban a los que se portaban mal”. El olor a muerte era constante. “Las botas que me dieron estaban manchadas de sangre. Me dijeron que en el cuarto de alambre había una fosa donde tiraban a los muertos”.

La esperanza de escape llegó cuando escucharon por los radios que se acercaban “las rápidas”, refiriéndose a los militares. “Todos corrieron. Nos llevaron a una casa abandonada y nos dijeron que nos hiciéramos pasar por novios si nos paraban. Pero los militares nunca llegaron”. Luis pensó en correr, pero el miedo lo paralizó. “No sabía dónde estaba. Era puro monte, no había a dónde ir”.

Finalmente, Luis fue trasladado a lo que llamaban “La Escuelita”, un lugar de entrenamiento intensivo para sicarios. “Nos dijeron que ahí nos iban a enseñar a matar, a seguir órdenes. Era un lugar bonito, con cabañas y trocas, pero también era un infierno”. Sin embargo, Luis nunca llegó a la Escuelita. En el camino, aprovechó un descuido del chofer y escapó. “Salté un cerco y corrí como loco. No sabía a dónde iba, pero sabía que no podía quedarme”.

Tras horas de caminar por la sierra, Luis llegó a un pueblo y pidió ayuda. “Le dije a un policía que me habían robado y que no tenía dinero para regresar a Guadalajara”. Con la ayuda de un trailero, logró llegar a la ciudad. “Cuando vi el estadio de las Chivas, supe que era libre”. Luis regresó a su casa, pero el miedo lo persiguió. “Pensé que iban a venir por mí. Nos mudamos de casa por un tiempo”.

Hoy, Luis vive con el trauma de lo que vivió. “No quiero ser sicario. No quiero decidir quién vive y quién muere”. Su historia es un testimonio crudo de cómo el CJNG recluta a jóvenes desesperados por trabajo, engañándolos con falsas promesas. “Si me hubieran ofrecido otro puesto, tal vez hubiera aceptado. Pero ser sicario no es para mí”. Luis espera que su relato sirva de advertencia para otros jóvenes que, como él, podrían caer en las garras del crimen organizado.

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