Redacción / Quintana Roo Ahora
Cancún.- En silencio, sin cortes de listón ni comunicados oficiales, se desploma uno de los negocios más jugosos —y opacos— del Caribe mexicano: la concesión de Aguakan. Lo que durante décadas fue una empresa blindada por el poder político, hoy se tambalea entre tribunales, arbitrajes internacionales y una reestructuración interna que más que renovación parece escape calculado.
Aguakan, esa empresa que desde 1993 administra el agua potable y alcantarillado en buena parte del norte de Quintana Roo, enfrenta hoy un escenario inédito: la revocación de su concesión por decisión ciudadana, respaldada por los ayuntamientos y el Congreso estatal. Pero lejos de asumir responsabilidades por años de tarifas abusivas, escasez crónica y fugas interminables, la firma eligió el camino conocido de la resistencia legal y el maquillaje corporativo.
Mientras los ciudadanos esperaban un cierre digno y transparente, Aguakan ejecutó en dos meses una cirugía profunda a su estructura. Salieron consejeros históricos, se ajustaron cláusulas estatutarias clave y se nombraron nuevas figuras sin antecedentes visibles en el escándalo. ¿La estrategia? Borrar huellas, blindarse jurídicamente y construir la narrativa de una “nueva administración”, justo antes de que la justicia toque la puerta.
En paralelo, la empresa ganó una suspensión definitiva en tribunales de la Ciudad de México, recurriendo a una cláusula contractual para llevar el caso hasta París, vía la Cámara de Comercio Internacional. Todo esto tras haber sido derrotada en la consulta popular de 2022, donde tres municipios votaron por revocar el contrato. Solo en Solidaridad, por cuestiones técnicas, Aguakan logró un respiro.
Pero ni la suspensión, ni los ajustes internos, ni los nuevos nombres podrán esconder lo evidente: la empresa está contra las cuerdas. Su concesión, estimada en más de 20 mil millones de pesos hasta 2053, pende de un hilo. Y si bien aún gozan de oxígeno legal, el juicio constitucional programado para el 21 de agosto podría sellar su destino.
El caso Aguakan se ha convertido en un espejo de cómo se ha institucionalizado la impunidad empresarial en México: cuando el poder político acompaña, todo fluye; cuando se retira, comienza la purga interna para no dejar rastros. Lo que ocurre en su Consejo de Administración —remociones quirúrgicas, modificaciones estatutarias, blindajes preventivos— no responde a un deseo de transparencia, sino al pánico anticipado de que el pasado alcance a sus protagonistas.
Queda claro que el agua no fue lo único que manejó Aguakan: también supo canalizar influencia, favores políticos y privilegios contractuales. Hoy, esa estructura se resquebraja. Y si el Estado decide realmente auditar con seriedad, podría descubrir no solo fallas en el servicio, sino una maquinaria de enriquecimiento sistemático a costa del bolsillo ciudadano.
La historia de Aguakan está por escribir su capítulo final. Ojalá no quede como otra promesa rota de rendición de cuentas. Porque cuando el agua escasea, la paciencia social también.
