
Redacción / Quintana Roo Ahora
Veracruz.- Porque claro, morir de un infarto suena mucho más limpio que decir la verdad: que la maestra jubilada y taxista Irma Hernández Cruz fue secuestrada, torturada, obligada a grabar un mensaje bajo amenaza, golpeada y finalmente asesinada. Pero no, para la gobernadora de Veracruz, Rocío Nahle, todo se resume en “un infarto”. Y si no te gusta, pues “les guste o no les guste”.
Así de grotesco. Así de insensible.
En lugar de guardar un mínimo de respeto por la memoria de Irma, la mandataria estatal decidió usar su conferencia para minimizar el horror, acusar a los medios de “miserables” por informar sobre el caso, y hasta llevó al médico legista para reforzar su versión de los hechos. Porque lo importante, aparentemente, no es la violencia sistemática que terminó con la vida de una mujer trabajadora, sino cuidar el discurso oficial y aplacar la crítica.
¿De verdad importa si murió de un infarto, cuando ese infarto fue consecuencia directa de la violencia brutal que sufrió? ¿Qué clase de narrativa pretende suavizar una muerte provocada por el terror y el dolor físico, como si el corazón hubiera fallado por arte de magia y no por la tortura?
Irma fue secuestrada por negarse a pagar extorsión. Fue grabada, lesionada, expuesta. Su cuerpo apareció con múltiples marcas de violencia. La versión oficial dice que no murió por golpes, sino por un infarto. Como si eso eximiera a sus captores de su muerte. Como si eso exculpara al Estado de haberla dejado sola frente al crimen organizado que controla rutas, calles y vidas en Veracruz.
Y mientras la gobernadora se indigna por el “uso mediático” del caso, las familias viven con miedo, los taxistas protestan y las mujeres exigen garantías mínimas para trabajar sin ser asesinadas. ¿Y cuál es la respuesta del gobierno? Firmar “acuerdos de seguridad laboral” tras las protestas, como si un papel fuera suficiente para detener las balas y la violencia estructural.
Sí, hay detenidos. Sí, hay investigaciones. Pero el discurso público sigue siendo el problema. Porque cuando desde el poder se minimiza la causa de una muerte, se minimiza también la indignación, el clamor social y la exigencia de justicia.
Irma no murió de un infarto. Murió de un país podrido por la impunidad, la cobardía institucional y la complicidad pasiva de quienes deberían protegernos.
Y eso, señora gobernadora, por más conferencias y legistas que presente, no se borra.