noviembre 19, 2025

El sábado 15 de noviembre, la Ciudad de México amaneció testigo de uno de los movimientos ciudadanos más diversos y numerosos del año. Miles de personas —jóvenes, adultos, familias enteras— colmaron Paseo de la Reforma con banderas blancas y nacionales, reclamando justicia por el asesinato de Carlos Manzo. La movilización, pacífica desde su raíz, se desplazó con firmeza hacia el Zócalo, canalizando indignación y esperanza en cada paso.

Pero la ciudad, lejos de recibirlos con apertura, se convirtió en un laberinto. El centro histórico amaneció sitiado: vallas metálicas restringieron accesos, cerrando calles tradicionales y dirigiendo a la multitud hacia un solo punto, la angosta 5 de Mayo. Lejos de proteger monumentos, este despliegue buscaba fragmentar e intimidar al contingente.

Apenas llegaron los manifestantes al acceso permitido, emergió la tensión orquestada. Un grupo de encapuchados, ajeno a la marcha, inició una agresión directa contra las vallas, disparando el caos: humo, gritos, empujones y la reacción defensiva de los policías antimotines sembraron miedo y detuvieron en seco el avance ciudadano. El enfrentamiento en la entrada fue apenas un preámbulo.

La escalada se trasladó frente a Palacio Nacional, donde el estruendo de cohetones confundió a muchos con balazos. Un bloque de individuos intensificó los ataques y la policía, aparentemente atada de manos, resistió por horas las pedradas y los artefactos encendidos. Lo que debía ser una explanada libre se transformó en un frente de batalla improvisado, con civiles y uniformados atrapados en la misma jugada.
Después de horas de tensión, la última estampa fue el desalojo. La tarde caía y, súbitamente, los antimotines avanzaron con fuerza. Miles huyeron presa del pánico por las rutas saturadas, mientras el terror recorría la plancha en oleadas de llanto y confusión; niños, adultos mayores y familias completas buscaban escapar por los únicos pasillos disponibles.

Así, el Zócalo nunca llegó a llenarse. La dispersión no fue un incidente casual, sino resultado de una estrategia precisa: desde los cercos al uso calculado de la violencia y las rutas limitadas, todo apuntaba a impedir la imagen de una plaza abarrotada de disidencia ciudadana.

Detrás del operativo fue evidente la lógica de una «autocracia pasiva»: el gobierno evita reprimir abiertamente, pero siembra miedo, organiza obstáculos y permite la infiltración de la violencia para recuperar el control mediático. La marcha que congregó a decenas de miles fue reducida oficialmente a apenas «unos miles» y desalojada bajo argumentos de caos, aun cuando ese desorden fue estimulado desde arriba.

La lección es contundente: el poder actual no teme usar la fuerza, las imágenes preparadas y el miedo para frenar el descontento social. Pero tampoco pudo silenciar la dignidad de los que caminaron Reforma en busca de justicia. El intento de emboscada oficial no borró el carácter pacífico de la marcha, y el relato verdadero quedó en manos de quienes lo vivieron de cerca.

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