noviembre 28, 2025

Redacción / Quintana Roo Ahora

Hay historias que, por más que el poder intente sepultar, vuelven a la superficie con una fuerza que incomoda. Y la detención de José Isidro N., dirigente de la CTM en Quintana Roo, es una de ellas. No solo porque cae uno de los intocables de siempre, sino porque detrás de ese nombre —acostumbrado a moverse entre influencias, temores y silencios— está la figura más poderosa de todas: una madre que se cansó de tener miedo.

Doña Carmen Peón Cardín no es política, no es activista profesional, no tiene escoltas ni padrinos. Tiene algo mucho más letal contra cualquier aparato de impunidad: la dignidad absoluta de quien exige justicia por su hijo asesinado. Su frase —“Tuve miedo, tuve terror, pero ese miedo ahora me da valor”— no está dicha desde la retórica; está pronunciada desde el abismo donde la ciudadanía mexicana ha sido arrojada durante décadas: un lugar donde el poder pacta con el poder, y las víctimas aprenden a pelear solas.

Porque la historia de Carmen es, en realidad, el reverso completo de ese México que aplaude discursos de paz mientras normaliza estructuras de criminalidad institucional. Su hijo, Luis Fernando, era apenas un muchacho de 22 años cuando comenzó sus prácticas como abogado en las oficinas de la CTM. Ahí, donde se suponía que aprendería un oficio, encontró la amenaza que marcaría su destino. Fue acusado de un robo absurdo, citado por el líder sindical, y horas después apareció torturado y asesinado. Y aun así, el expediente durmió tranquilamente durante siete años en los escritorios de una procuración de justicia adormecida por los cálculos políticos y la cobardía oficial.

El fiscal Pech Cen nunca la recibió. El fiscal Montes de Oca tampoco. Los vicefiscales, los secretarios, los ministerios públicos… todos ellos aparentaban escuchar, pero su indiferencia tenía una consecuencia devastadora: congelar la investigación y blindar al presunto responsable, que mientras tanto se seguía paseando como figura poderosa del sindicalismo local.

La escena es brutal: mientras Carmen buscaba a su hijo, hombres armados irrumpían en su casa buscando “el dinero y las joyas” que supuestamente el joven había robado. ¿Cómo detenerlos si del otro lado, en vez de instituciones, solo había puertas cerradas? ¿Cómo confiar en la justicia cuando el acusado presumía abiertamente que “tenía los medios y los abogados para salir de cualquier proceso”?

Pero lo que durante siete años no hicieron dos fiscales nombrados a conveniencia del entonces gobernador Carlos Joaquín, lo hizo una red de mujeres que ya no esperan milagros del Estado. Las madres buscadoras, esas que cargan con su propia tragedia mientras sostienen a otras, aparecieron cuando la burocracia había renunciado al deber.

Fue la organización ciudadana —no el sistema— la que logró reactivar la carpeta, exigir dictámenes, reconstruir pruebas y presionar para que la orden de aprehensión finalmente se ejecutara. Y sí, también ayudó el cambio de administración y una Fiscalía menos sometida al viejo poder sindical.

Hoy la detención de José Isidro N. no es un triunfo del Estado: es el triunfo de una madre que se negó a ser silenciada. Es el triunfo de una ciudadanía que entendió que esperar justicia dentro de un sistema roto es, en el fondo, otra forma de resignación.

Si este caso avanza —si realmente avanza— será porque Carmen decidió que el miedo ya no la paraliza. Y porque miles como ella están entendiendo que la impunidad solo retrocede cuando alguien la enfrenta de frente, incluso cuando el monstruo parece demasiado grande.

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