Redacción / Quintana Roo Ahora
Polo Norte.— La tradición de Santa Claus tiene su origen en la figura histórica de San Nicolás de Myra, un obispo cristiano que vivió en el siglo IV en la región de Licia, en la actual Turquía. Reconocido por su generosidad y por ayudar de forma anónima a personas en situación de pobreza, San Nicolás se convirtió en un símbolo de solidaridad, especialmente hacia niñas y niños, una reputación que sobrevivió a su muerte y se expandió por Europa durante la Edad Media.
Con el paso de los siglos, la devoción a San Nicolás se adaptó a las culturas locales. En países como Holanda surgió la figura de Sinterklaas, quien llegaba cada diciembre para repartir regalos. Esta tradición cruzó el Atlántico en el siglo XVII con los colonos neerlandeses que se establecieron en Nueva Ámsterdam, hoy Nueva York, donde el nombre comenzó a transformarse hasta convertirse en “Santa Claus”.
El Santa Claus moderno tomó forma definitiva en el siglo XIX. En 1823, el poema A Visit from St. Nicholas, atribuido a Clement Clarke Moore, describió por primera vez a un personaje alegre, regordete y viajero en un trineo volador tirado por renos. A finales de ese siglo, las ilustraciones del caricaturista Thomas Nast consolidaron su imagen como un anciano bonachón, vestido para resistir el invierno y habitante del Polo Norte.
Ya en el siglo XX, la cultura de consumo terminó de fijar la estética que hoy domina el imaginario colectivo. Las campañas publicitarias de Coca-Cola en la década de 1930 popularizaron el traje rojo con detalles blancos y proyectaron a Santa Claus como un personaje cercano, familiar y universal, desligado en gran medida de su origen religioso.
Más allá del marketing y la fantasía, la permanencia de Santa Claus revela una constante social: la necesidad de contar historias que celebren la generosidad, el cuidado y la ilusión. En un mundo marcado por tensiones y desigualdades, la tradición navideña sigue recordando —aunque sea una vez al año— el valor de dar sin esperar nada a cambio.